El término Fatiga Pandémica ha sido definido inicialmente por la OMS como “el estado de agotamiento psicológico por las restricciones y precauciones que se recomienda adoptar durante una pandemia”, orientando esta definición como argumento para justificar “una desmotivación para seguir las conductas recomendadas” produciéndose, por lo tanto, un aumento de los contagios.

No obstante, según un estudio reciente  presentado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) tras un año de pandemia, un 6,4% de la población ha buscado ayuda en un profesional de la salud mental, indicando que un 43,7% refería problemas de ansiedad y un 35,5% de depresión, siendo un total del 5,8% de la población los que han recibido tratamiento psicofarmacológico (un 77,1% lo sigue tomando en la actualidad). Además de estos síntomas, se observa un incremento de las conductas alimentarias disruptivas, de las adicciones en sus diferentes tipologías, en los casos de estrés postraumático y en los trastornos del sueño.

Esta misma realidad se observa a nivel mundial – un ejemplo sería Japón, donde el aumento de suicidios en más de un 15% ha provocado que se instaure la figura del Ministro de la Soledaddurante la pandemia – y, es por ello, que la OMS ha decidido reformular la definición de Fatiga Pandémica como “una reacción de agotamiento, que aparece de forma gradual en el tiempo, frente a una adversidad mantenida y no resuelta, que puede conducir a la alienación y a la desesperanza”.

Todos estos resultados están precipitando la aparición de algunas medidas estatales como manuales de estrategias de comunicación frente al COVID19 o documentos de reivindicación, por parte de diferentes organismos de la Salud Mental, solicitando un aumento de los recursos humanos disponibles.

Ahora bien, tras observar estos datos, cabría preguntarse: ¿Qué sentido tiene llevar el coche al taller después de no haber pasado la ITV en los 10 últimos años? Seguramente cuando me den la factura del taller pensaré que me hubiera salido más barato comprarme otro coche… Pues lo mismo pasa con nuestras emociones. Mucho se habla de las consecuencias clínicas que se han observado pero poco del proceso interno que las ha causado. 

Antes de iniciarse esta pandemia, estábamos acostumbrados a ir a golpe de agenda, a un ritmo frenético de “tengo que” y de obligaciones reales o autoimpuestas que nos llevaban a caer rendidos en el sofá al terminar el día con un sonoro “¡aghhhhh, no puedo más! ¿Qué hay de bueno en la tele?”. Pero claro, llegó el COVID19, se cerraron muchas agendas y los “tengo que” se limitaron a sacar al perro, la basura y comprar papel higiénico un día a la semana. ¿Y qué nos quedó? ¡Nosotros mismos! Con nuestros pensamientos y nuestras emociones. Por fin había tiempo para escuchar a nuestra mente y sentirla en nuestro cuerpo y, claro, con ello descubrimos a algunos de nuestros monstruos, unos más simpáticos que otros. Y no, no podemos comprar nuevas emociones como si fuera un coche aunque, a menudo, el precio a pagar sea más elevado que el de un taller.

Desde pequeños nos han enseñado a leer, escribir, multiplicar, dividir… ¡hasta a pintar sin salirnos de la línea! Pero no nos han educado para saber reconocer y gestionar las emociones propias e identificarlas en los demás. ¿Quién me ayuda a conocer mi propia línea emocional y no dejar que me salga? ¡Pues ahí es donde cobra importancia educar en inteligencia emocional!

Daniel Goleman define la Inteligencia Emocional (IE), de forma genérica, como la capacidad de entender las emociones ajenas, comprender las nuestras propias y gestionar nuestros estados sentimentales. ¿Suena útil, verdad? ¡Y así es! No sólo en nosotros mismos sino en nuestras relaciones familiares, laborales, como docentes, como líderes de un equipo… Cada uno de nosotros podemos fomentar el aprendizaje de estas habilidades desde cualquier ámbito de actuación y, por suerte, son cada vez más los profesionales cualificados que están influyendo en las diversas áreas, mostrando los múltiples beneficios de la IE y cómo aplicarlos. Sin embargo,  al igual que temas como la violencia de género, las adicciones, etc. tienen un papel cada vez más visible dentro del calendario docente, la Inteligencia Emocional debería adquirir mayor protagonismo curricular para forjar la gestión emocional desde la infancia. Esperemos que esta pandemia sirva para visibilizar esta necesidad, que no tengamos que llegar a adultos con nuestros monstruos sin antes haber aprendido a abrazarlos.

Ana Navarro Martí.

Licenciada en Psicología y Máster en Psicología Positiva Aplicada

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